viernes, 7 de marzo de 2014

Objetivo Sevilla (I): la crónica

Hacía bastante tiempo que no sufría tanto (en calidad y en cantidad) como el pasado 23 de febrero en el maratón de Sevilla. Fue algo voluntario, cierto, pero eso no quita que durante el suplicio me plantease muchas cosas... que afortunadamente desaparecieron de un plumazo nada más cruzar la línea de meta. (Bueno, un poco después).
Durante tres meses estuve preparándome mi noveno maratón. Y además lo hacía con bastante interés porque comencé la preparación nada más correr mi octavo (fue en Valencia, en noviembre de 2013) donde, sin haberlo buscado y con un entrenamiento escaso, había bajado de las 3h30'.
Recuerdo que fue en el año 2012 cuando hice mi mejor marca en maratón. Fue precisamente en Sevilla (3h25'10''), y con casi la única preparación que fue el trabajar en la recolección de la aceituna. Esta vez no solo he ido a la aceituna, sino que además mantuve el entrenamiento fijado yendo incluso a rodar algunos días tras echar el jornal (las piernas me ardían).
Mentalmente estaba muy bien, y físicamente mejor que en Valencia (y allí hice 3h27'). 
El plan que he seguido era para bajar de 3h15', pero era consciente de que no estaba preparado para ello. Sin embargo, en estos tiempos nunca sabes muy bien cuándo estás preparado, o no; en la mayoría de las ocasiones la frontera entre el éxito y el fracaso está simplemente en tener un buen día (siempre y cuando haya base para que pueda darse ese día, y en este caso... podía ser).
Dudaba entre abordar ese ambicioso objetivo o simplemente rebajar esos 3h25'10'' de MMP. Pero me llegó una señal. Mi cuñado el granaíno, que ya ha bajado de las tres horas y que sus marcas habituales están muy poco por encima de ese tiempo, me dijo que, si yo daba el paso, él se comprometía a hacerme de liebre, llevarme en el tiempo justo (unos 4'37''/km), e intentar no solo batir sino pulverizar mi marca.
¿Una rebaja de 10'?. Parece mucho, pero, vamos a intentarlo.
Echado el órdago y dado el pistoletazo de salida, nos pusimos mano a la obra, marcando él siempre el ritmo. En esos inicios yo estaba como una moto, y era él quien me paraba -sé que en estas carreras tan largas hay que tener cabeza, y no dejarse llevar por los impulsos porque, de no ser así, acabas pagándolo al final-. Aunque yo también tenía claro que la estrategia era esa, esto es, coger el ritmo y no dejarlo hasta el Estadio Olímpico.
Físicamente iba perfecto -hablo por mí, porque el granaíno iba sobrao-, y mentalmente también porque no hacían más que adelantarme corredores a los que después -pensaba- cogeré. Y la verdad es que así fue. Mantuvimos el ritmo con precisión suiza, y en esos registros no solo pasamos el kilómetro 10, sino también la media maratón. 
En este tiempo habían caído muchos de los que nos sobrepasaron al principio; de hecho, salvo aquellos minutos iniciales, después siempre fuimos superando atletas. El objetivo era pasar la media en 1h27', y así lo hicimos. 
Yo iba genial, con la mente puesta en metas a corto plazo que no iban más allá de hacer a ritmo el siguiente kilómetro. Todo según lo previsto -quizá incluso mejor- y gracias principalmente a la liebre porque no solo era un reloj con el tiempo, sino que además era él quien se peleaba en los avituallamientos con el resto de corredores para coger agua y bebida isotónica; yo me separaba de las mesas mientras él cogía las bebidas y la fruta para dármela a mí en carrera (era algo así como el repostaje en vuelo de los aviones, que me resultó muy cómodo).
En el kilómetro 28 empecé a sentir algo de debilidad, pero la pérdida de tiempo no fue demasiada con respecto a lo previsto. Además, en el 35 me tomaría mi tercer y último gel energético, por lo que solo había que llegar a ese momento. Entendí que era un minibajón, lógico tras tanto correr, que podría superar fácil. Pero no pudo ser simplemente porque en el kilómetro 30 el depósito de gasolina estaba casi vacío, las piernas empezaban a no marchar, y pese al gel y a que me seguía alimentando, el ritmo empezó a disminuir a pasos agigantados.
La liebre -algún día le haré un monumento- intentaba animarme, pero yo no podía ni con mi alma. Pasé de hacer los kilómetros iniciales a 4'37'' a emplear en los finales hasta más de 7' en alguno de ellos. Ni siquiera pasar por delante del Sánchez Pizjuan hizo que la cosa mejorara.
Se me hizo enorme la Avenida de las Palmeras, casi imposible la Plaza de España,  irreconocible La Alameda, larguísimo Torneo, un oasis envenenado el Parque del Alamillo, y un infierno el rodeo al Estadio Olímpico. En algún momento, y pese a los ánimos del granaíno, espeté un "¡¡es que no puedo más!!", roto ya por el dolor, la rabia y la impotencia que sentía al no poder ir más rápido y tener que coger una marcheta en la que me hubiera adelantado cualquier tortuga avispada que pasara por allí.
Intenté acelerar el ritmo en algún momento, y pese a que lo hice en un centenar de metros, la siempre sabía naturaleza humana me devolvía a mi ser de casi muerto viviente.
Al final el tiempo no fue tan malo: 3h30'12'', pero toda una decepción cuando has intentado hacer quince minutos menos.
Tras los también difíciles momentos que se viven una vez cruzada la meta en el lamentable estado en el que yo lo hice, unas cervecitas fresquitas pronto me subieron el azúcar, la sangre volvió a regarme el cerebro con normalidad, y me sentí orgulloso de lo hecho. No de la marca, pero sí de la valentía que entiendo tuve para intentar algo que sabía estaba por encima de mis posibilidades, pero que hasta que no lo intentas no conoces una respuesta exacta sobre si es posible, o no.
El intento llegó vivo hasta el kilómetro 30. ¿Hace falta que os diga dónde he fijado ya el reto para mi próximo maratón?.
Pues eso: "Ave, Caesar, morituri te salutant".
NOTA: os adjunto la foto, con mi cuñado (Fernando, el granaíno), celebrando la medalla conseguida.

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