Resulta tremendamente fácil criticar desde abajo, sobre todo cuando sólo se busca dilapidar el trabajo de otros. Es decir, hacer apología de la crítica malintencionada en lugar de la siempre deseable crítica constructiva.
Cuando alguien ostenta cualquier responsabilidad, ya sea de un grupo humano o del compromiso de asumir un trabajo, o de las dos cosas, el grado de complejidad no es igual en todos los ámbitos. Lo público es infinitamente peor porque, como decía recientemente una amiga, te tienen cogidos los huevos por arriba y por abajo. Y si a eso le unimos tanto predicador como hay por ahí que nunca juega limpio sino todo lo contrario -ellos sabrán sus oscuras intenciones- la cosa se complica aún más.
Pero como la manzana de Newton no se quedó en el manzano, al igual que ha ocurrido siempre con todas las manzanas del mundo, y seguirá ocurriendo, la situación se pone bastante interesante, irónica diría yo, en el momento en el que el predicador, en lugar de tanto teorizar, tiene la obligación de dar trigo, de poner en práctica las ideas y los principios que tanto cacareó.
Es como alguna gente que conozco que, en la época de la aceituna, se coge todos los días muchos kilos pero por la noche, en la barra del bar y con una cerveza en la mano. Luego, al día siguiente, cuando hay que ir al tajo, coger la vara y demostrar aquello de lo que tanto se presumió, resulta que no sólo no es tanto, sino bastante menos.
Y es que según qué cosas resulta tremendamente más prudente guardar prudencia hasta demostrarlas en el corte, antes de que la fuerza se nos vaya por la boca. Sobre todo cuando lo que queda al aire, y de manera bochornosa, es nuestro culo.
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