Si el concierto que Dylan ofreció el sábado en Jaén lo hubiera pagado (más de medio millón de euros de bellón) la industria de los espárragos de Bedmar, o la cereza de Castillo de Locubín, o la cerámica de Bailén, en lugar del sector oleícola (la pasta la han puesto las cinco denominaciones de origen de aceite de oliva que existen en la provincia), sólo cambiaría el nombre del tonto.
Aunque en su día se vendió a bombo y platillo que esta actuación era para promocionar el aceite, finalmente -y como se preveía- Bob no hizo ni el amago de comerse un hoyo en el escenario (como a lo mejor predijo Montané). La excusa de la promoción ya no se sostiene porque al margen de algún cartelito de olivos con la imagen sobreimpresionada de Dylan, el aceite ha brillado por su ausencia en un acto que les ha costado casi 600.000 euros. En su día anuncié que ya se había elegido la marca de aceite con la que el artista posaría para la promoción: su nombre empieza por N y acaba por A. Efectivamente: NINGUNA. No fue por no intentarlo, que se intentó, pero en las gestiones no fructificó ni la propuesta de que la alcaldesa recibiera al cantante.
Estaría bien hacer algún estudio (aunque sea pagado) para determinar la incidencia que tiene ahora el efecto Dylan en el consumo del aceite de oliva, o si se confirma, por otra parte, que el tonto que paga la factura es fruto de lo que alguien ha definido como impuesto revolucionario.
Por lo pronto, que a Bob le siga yendo bien con eso de cantar jazz, porque como se le venga el aparejo a la barriga y tenga que buscar tajo en Jaén, lo tiene claro; al menos con mi paisano Perico –olivarero de toda la vida-, quien al enterarse de la pasta que han pagado los suyos reclama que este tío tiene que trabajar para él, gratis, una campaña entera, y además en los mantos que es donde más jode.
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