jueves, 23 de abril de 2009

Ópera prima

Hay un dicho popular que indica que en esta vida hay que hacer tres cosas: plantar un árbol, tener un hijo, y escribir un libro. Por eso a nadie podemos cortarle las alas que le lleven a su cita obligada con la escritura, sobre todo cuando, como es el caso, se trata de una de las millones de personas anónimas que pululan por esta competitiva sociedad, y que abre una ventana a su interior sin más objetivo que buscar la satisfacción personal, y sin más ambición que dejar una herencia a los suyos. Eso es precisamente lo que hace Mª Flor Cañada con Los espacios sombríos del cielo, su primera obra que ve la luz en el año 2006, tras haber estado algún tiempo en un cajón, y como paso inicial para salir de un armario que durante años llenó "libretas y archivadores con canciones, cartas con destinatarios imaginarios, relatos cortos... pero en silencio".
Se trata de una narración autobiográfica con la que la autora pretende contraponer "los canales de la muerte y de la vida". Los primeros, representados en su trabajo en una residencia de ancianos; y, los segundos, a través de su maternidad.
Creo que no consigue su primer objetivo porque el pretendido acercamiento a la muerte, del que sí encontramos alguna referencia muy interesante, queda eclipsado por la excesiva recreación en la descripción de las disputas de la protagonista con las responsables de la residencia, o en el simple trabajo diario.
Todo lo contrario de lo que ocurre con la vida. Resulta magnífica la transmisión de sentimientos que la autora hace de ese contacto con su hijo recién nacido, de su vuelta anormal a su vida normal, de los muchos fantasmas que la acechan, de las intensas y crueles dudas que la atosigan. Como ejemplo de la buena pinta de futuro que presenta esta escritora en su primera obra quisiera reseñar un párrafo que considero excepcional. Es la descripción de cómo una mujer que acaba de dar a luz abandona el hospital con, todavía, bastantes problemas de salud: "No llevaba nada en las manos. NADA. Ni siquiera a mi hijo, que iba bien acurrucadito en el regazo de la abuela, un metro por delante. No era así como lo había soñado. Que va. Más bien parecía una caricatura de lo que debió ser la experiencia más hermosa de nuestras vidas. Llovía fuera".
Enhorabuena, Mª Flor, porque ya eres inmortal.

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