martes, 9 de septiembre de 2008

Cuaderno de bitácora (a Jesús): punto y seguido

CRÓNICA DEL SÁBADO, 6/09/08

Vaya paradoja de vacaciones. ¡Madrugando hasta el último día!
Como te dije ayer, el barco debe estar desalojado en su totalidad antes de las 9 de la mañana, como muy tarde, de ahí que haya que darse un poquito de prisa. A nosotros, por esa suerte innata que tenemos, nos tocó irnos en el primer turno, lo que suponía desayunar a las 6,30 de la mañana, lo que suponía levantarse a... ¡¡¡¡?¿!!!
Para evitar el siempre temido síndrome post-vacacional, cambiamos la hora, y nos dejaron salir los últimos. Eso está mejor: entramos los primeros y nos vamos los últimos.
Es inevitable cierta añoranza cuando a eso de las nueve y algo de la mañana, una vez traspasada la trampilla que une el barco con el puerto, afrontas las escaleras de salida; esas mismas que hace exactamente un semana, y casi a esa misma hora, recorríamos pero en sentido contrario. Si el sábado pasado las abordábamos con muchas ganas, hoy las dejamos con mayor envidia si cabe hacia todos aquellos con quienes nos cruzamos en el camino, esos que ocuparán sus habitaciones -y todo lo demás- que hemos disfrutado como en ningunas otras vacaciones.
Dejado atrás el trauma inicial, la cosa es sencilla. En taxi hasta el aeropuerto donde llegamos a eso de las 10,30 horas. Ya falta menos apra las 17,30, hora prevista para la salida del avión de regreso al aeropuerto de Jaén. Siete horitas de nada quese pasan con gran pesadez, aunque intentando aliviarlas entre lectura del capitán Alatriste y paseo por aquí y por allá, comida, cervecita, alguna llamada de teléfono, vistazo a las tiendas... y una media hora antes de la partida ¡ya me extrañaba a mí no encontrarme con naide de Jaén!. Y no ya de Jaén, sino de Onda Jaén. Es Jesús (el otro) que viaja con la familia en pleno, de regreso al terruño, tras unos días por aquellos lugares.
Una chica amable nos llama por megafonía, embarcamos, y se repite uno de los peores momentos de las vacaciones. El avión tarda unos 20 minutos en llegar a la pista de despegue, algo que no sólo no sirve para tranquilizarme sino todo lo contrario, porque en ese tiempo se ha puesto a llover (vamos, caen cuatro gotas). ¿Saldrá el avión si está lloviendo? ¿No sería mejor esperar a que escampe?... son alguna de las preguntas tontasa que me hago hasta que, de pronto, el piloto pisa el acelerador a tope, oigo un gran ruido de motores, se me pega la espalda al asiento, y la rigidez de mi cara, cuerpo... y mente contrasta con las risas de mi esposa, los gritos de alegría de los hijos de Jesús llamando la atención de su padre por lo chulo que es lo que se ve por la ventanilla, y casi los ronquidos de algunos pasajeros cercanos a mi. Mira que yo me duermo de pie, pero seguro que en un avión... ni acostado.
El trayecto no es demasiado largo, y la lectura me sirve para evadirme un poquito. Algún movimiento brusco -leve para el resto del pasaje- hace que me agarre al sillón en más de una ocasión. La cosa vuelve a ponerse chunga cuando nos avisan que vamos a aterrizar. Si el subir es malo, el bajar me sienta peor todavía.
Cuando tomamos tierra y se paran los motores no puedo evitar dar algún aplauso (y tampoco se me olvida darle lasa gracias, de nuevo, a San Isidro).
Nos quedamos en Granada porque mañana hay carrera, pero la cruda realidad nos indica que las vacaciones de viajar se han acabado. Hora de marcar, por lo tanto, un punto y seguido como el de otros años pero que en esta ocasión es especialmente difícil de asumir porque ha sido mucho, quizá demasiado, para lo que yo estoy acostumbrado.

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